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El Hombre de Negro



Desde la playa, donde jugábamos al fútbol, cuando ya casi no había mas luz que los tristes ocasos de los acantilados norteños veíamos todos los días llegar a un hombre  Era el temible, el cruel Hombre de Negro.

Corríamos hacia las calles, despavoridos, sin mirar atrás ya que solo cruzar su mirada, era una maldición , un presagio de maldad, el preludio de una terrible maldición. 

Decían los viejos que El hombre de negro, vivía en las cuevas del acantilado, en un sitio donde nadie ha estado jamás. Secuestraba a niños, mataba a los gatos que se encontraba en su camino, y robaba por las noches en las casas de los ancianos que vivían solos.

Nuestros padres nos contaban historias terribles, de lúgubres mazmorras y cadenas herrumbrosas de las carceles donde había morado, estaban atemorizados por él; nadie había que supiera cual era su nombre ni nadie había hablado con él.

Pero ahí estaba, todos los días, al anochecer aparecía, como de repente, tras una breve brisa de mar, caminando desde el otro lado de la playa, siempre en dirección al sol. Siempre solo, siempre de sombrero, siempre de negro.

El hombre de negro un día, desaparecío. Y nunca mas lo ví. Mientras tanto me mantuve ocupado construyendo una fortificación contra su terrible poder. Seguí los consejos de mis extintos padres, alimenté mis conocimentos, construí una familia y transmití el conocimiento del Hombre de Negro a mi hijos que hicieron lo mismo con sus hijos.

Me sentí seguro en mi castillo, fuerte, capaz de enfrentarme a él. 

El tiempo hizo lo demás, imprimió solera a los sellos de las puertas que el miedo cerró. le dió ese tufo rancio de las habitaciones cerradas durante años pero que su interior hay muebles de exóticas vetas.  

Hoy paseo por el ocaso de mi vida en una playa solitaría. Y a través de mis gafas del tiempo veo a los lejos un grupo de chicos que juegan al futbol. Casi no hay luz, solo unos pequeños destellos de un moribundo sol que se esconde tras las crestas arbóreas de los acantilados.

Se alertan, se paran se mirán y corriendo recogen sus cosas y se van hacia las calles, donde las luces de los bares les ofrecerán refugio.

Tienen miedo, y sus padres, con los platos de la cena en la mesa  les dirán que soy yo, que yo soy el Hombre de Negro.

Jose Baruco

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